En su trabajo de investigación manifiesta que el malestar por su peso irrumpió cuando tenía 10 años y tras comentarios de algunos familiares, pero los cambios corporales al venirle la regla a los 11 «movilizaron la idea de que la gordura era socialmente indeseable».
Todos los procesos vitales desde su infancia estuvieron marcados por su obsesión con las calorías, los kilos y las opiniones de su entorno y, con este estudio, indica, pretende contribuir a «naturalizar la idea de que se puede vivir siendo gorda porque nuestras vidas también están entretejidas con el afecto, la belleza y la alegría».
A su juicio, en la interacciones sociales el estigma de la gordura se despliega de forma directa (con insultos al cuerpo), indirecta (cuando en un restaurante nos sugieren lo que menos engorda del menú) o con el entorno (cuando los asientos de un medio de transporte o un cine no son lo suficientemente amplios o cómodos).
Aunque está tan generalizada como el racismo o el sexismo, la «gordofobia» afecta más a las mujeres y «fomenta que sintamos que nuestro carácter, intelecto, valía y humanidad están comprometidos por la forma y el peso de nuestros cuerpos», afirma en su investigación, que amplía ahora para defenderla como tesis doctoral.
Considera que el debate no es si se puede estar gorda y saludable, sino si es ético discriminar a las personas por el tamaño de su cuerpo, su identidad sexual, sus creencias o el color de su piel. «No creo que la salud tenga que ser el valor más importante, para mí es una cuestión de justicia social», asevera.